El posmodernismo ha muerto (¡al fin!)

Publicado por 
El pasado 24 de septiembre tuvo lugar un asesinato. En Londres. A plena luz del día. Pudieron presenciarlo en directo por un módico precio. ¿La cita? En el Victoria and Albert Museum. ¿El sentenciado? El arte posmoderno. Al fin…
“El posmodernismo ha muerto” anunciaba el influyente mensual británico Prospect. El justiciero no es otro que una exposición llamada “Posmodernismo. Estilo y subversión”, que da por acabada la época menos fecunda, más acomodada y solipsista del arte. Un arte que ha sustituido la obra por el concepto. Un arte alejado del mundo que lo rodea. Un arte que, como todos los revolucionarios con despacho, terminó convertido en aquello que odiaba: una categoría apoltronada.
Aquel urinario valiente con el que Marcel Duchamp, en 1917, en una galería neoyorquina, mandó al infierno los convencionalismos ha terminado como el meadero de un bar un sábado noche. Casi un siglo después, ya no traga. Él al menos tuvo el mérito de golpear en el acolchado vientre de los bienpensantes. Cien años después, ¿quién se escandaliza por el arte? O incluso, fuera de los circuitos, ¿a quién le importa el arte?
Damián Hirst, sus vacas troceadas, sus calaveras de diamantes, su estudio con 120 asistentes, es el epítome de un arte que no sólo no mira la realidad. Ni siquiera la ve porque no le importa. Como explica Edgard Docx en su artículo en Prospect, “los modernistas como Picasso o Cézanne se concentraron en el diseño, la maestría, la unicidad, lo extraordinario, mientras los posmodernos como Andy Warhol se concentraron en la mezcla, la oportunidad y la repetición”.
De la profundidad a la apariencia, el giro terminó convirtiendo la obra de arte en producto de consumo. “Y en ausencia de criterios estéticos, cada vez se ha impuesto más el estimar el valor de las obras en relación a su precio”, concluye Docx, destripando una ecuación que el propio Hirst ha llevado, esta vez sí, a la categoría de arte.

‘Niños’ colgados de un árbol

Algunos llevan tiempo avisando. Como me explicaba Jean Clair, ex director del Museo Picasso de París,  hace unos años en una entrevista: “Se llegó al control de lo humano a través de proporciones, normas y cánones que duran desde hace 2.500 años. Pero hemos perdido la costumbre de comprender el arte, el contenido moral e intelectual de las obras. Esta pérdida de la noción histórica es catastrófica”.
Zoran Music fue un pintor esloveno, detenido por la Gestapo en Venecia en 1944. Pasó 26 días detenido en un cubículo de Trieste donde no podía ponerse de pie ni tumbarse, y con el agua por los tobillos. Una celda que echó de menos pocas semanas más tarde, cuando lo trasladaron al campo de Dachau. Sobrevivió, pintó y no le quedó duda de qué era el arte: «Lo que importa, en la creación, es saber de dónde viene, qué ha atravesado».
¿Qué ha atravesado el arte contemporáneo? Inauguraciones chics, camisetas con el cuello dado de sí y mucha, mucha postura. De ahí a la impostura sólo queda un paso franqueado ya hace tiempo. Algunos posmodernos se encierran en su fútil y aniñado mundo ñoño y neopop, como Jeff Koons. Tan feliz en su levedad. Otros, como Mauricio Cattelan, capaz de colgar la réplica de un niño pequeño, sí, del cuello, en un árbol de Milán, llevan años redoblando sus esfuerzos en un macabro más difícil todavía.
Ahora incluso Cattelan reconoce que al posmodernismo sólo le queda terminar su epitafio: “El posmodernismo era un juego, un intento de divertirse sobre el abismo y sobre las ruinas volviendo a barajar las cartas. El eslogan podría ser: somos todos sobrinitos de Duchamp […] Todo es juego, todo es arte, para el arte no existe el tiempo. Madonna es como Miguel Ángel. Los trazos de un cómic, como 800 páginas de Tolstoi. Hoy, esta ilusión que encarnaba el posmodernismo, va a ser archivada. Se convierte en catálogo”.

‘Merda d’artista’

El posmodernismo, cuyo nacimiento se sitúa en 1979, cuando el filósofo Jean-François Lyotard lo enunció por primera vez, tiene una proclama fundamental, a ser posible enmarcada con neones: “Todo es arte”. Rompamos los criterios, las convenciones. Pero como explica el crítico Daniel Mendelsohn, en un especial sobre el tema publicado en el diario La Repubblica, “un templo griego y un McDonald’s no pueden estar a la misma altura”.
Los comisarios de la muestra londinense, Daniel Mendelsohn, piden a los futuros artistas que se pongan “al servicio de la necesidad y alcancen el reto de la belleza”. Necesidad y belleza, las dos características del arte desde la prehistoria. Utilidad y estética.  Se acabó el ensimismamiento. Interesa la realidad.
En La cabeza de plástico (Ed. Anagrama), una magnífica novela sobre arte de 1999, Ignacio Vidal-Folch ya pone en boca de uno de sus personajes una declaración premonitoria: “Estamos en un momento en que, no quedando nada por conquistar y profanar, el arte se encuentra triunfador del mundo. Pero, a consecuencia de esa misma victoria, se encuentra también rodeado de tantos cadáveres y absolutamente solo, girando en el vacío, sometido a sus propias jerarquías”.
En esta primera década del siglo XXI, el mundo ha cambiado. Europa se embarra. Estados Unidos pierde la primacía económica. India se dispara, como Brasil. China se recalienta. Y el arte sigue igual. Igual que hace 10 años. Igual que hace 20. Igual que hace 30. Como si en 1961 Piero Manzoni no hubiera empaquetado sus excrementos en 90 latas, etiquetadas y numeradas. Merda d’artista producida hace 50 años. Medio siglo regodeándonos en ese arte posmoderno. Buceando en la misma mierda, manzonianamente hablando.
“Por mucho que muestren cuerpos en agonía o sangre por todos los lados, ya no sorprenden a nadie. Han querido imponernos un arte que culpa a la gente de no entender nada. Como si pretendiesen que amásemos a nuestro banco. Ambas cosas son imposibles”, asevera Jean Clair: “El banquero es un usurero y el arte de vanguardia es aburridísimo”. Descanse en paz.