La caída de Steve McCurry


La historia ha estado circulando los últimos días en la web. Steve McCurry, el legendario fotógrafo de las a su vez legendarias National Geographic y Magnum ha sido sorprendido utilizando de manera artera la manipulación digital en algunas de sus imágenes.
El fotógrafo italiano Paolo Viglione fue a una exposición de McCurry en Italia y posteó en su blog su sorpresa al ver la siguiente imagen en la muestra.
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La imagen fue rápidamente retirada de la página oficial de McCurry, pero otras personas se dieron a la tarea de buscar más casos en los archivos del fotógrafo y encontraron al menos las dos imágenes siguientes:
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La página PetaPixel contactó con McCurry y el fotógrafo respondió con varios párrafos en los que primero menciona su gran carrera y concluye como lo haría una político en una situación de crisis: “se han cometido errores y la persona responsable de ellos ya no trabaja con nosotros”.
La justificación de McCurry es que él, como corresponde a un fotógrafo célebre, está siempre viajando y no puede supervisar personalmente las impresiones finales de sus fotos. Es un argumento falaz. Es normal que los fotógrafos famosos tengan un equipo de editores que procesan e imprimen sus imágenes, pero ningún miembro de un equipo manipularía de esa manera las fotografías si no fuera una práctica aceptada por el jefe.
Este pequeño escándalo podría parecer banal para un espectador ajeno al mundo de la fotografía de autor (que sigue siendo, pese a todo, un ámbito minoritario) ¿no es acaso la manipulación digital una práctica comúnmente aceptada? ¿no se da por hecho que casi todos los fotógrafos la practican, con mayor o menor acierto?
Pero es que el fotógrafo en cuestión no es cualquier fotógrafo. Steve McCurry saltó a la fama en 1979, en un mundo en el que todavía existía la Guerra Fría y los rebeldes musulmanes en Afganistán tenían el apoyo de Estados Unidos para luchar contra la invasión de la Unión Soviética. Fue el primer fotógrafo que logró entrar y enviar sus fotos a occidente, convirtiéndose de inmediato en estrella de los diarios y revistas internacionales.
Desde entonces trabajó siempre en los países asiáticos para la revista National Geographic, y hace algunos años entró también a Magnum, la agencia que fundara Henri Cartier-Bresson tras la Segunda Guerra Mundial. Es también, y sobre todo, el autor del retrato de la niña afgana que se usó en la portada de National Geographic en junio de 1985, una de las fotografías icónicas del pasado siglo.
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McCurry es, por lo tanto, uno de los representantes más famosos de la fotografía documental en el siglo XX. Miembro de una prestigiosa cofradía cuyo código implícito de trabajo era esperar “el momento decisivo”, no dirigir a las personas fotografiadas, no mover nada en la escena y jamás manipular una imagen en postproducción, en suma: una representación fiel de la realidad. Este dogma de la fotografía como un testigo fiel fue lo que le confirió enorme prestigio a fotoperiodistas y documentalistas. En contra, fotógrafos como Joan Fontcuberta y Pedro Meyerargumentaron con su obra y sus escritos que la fotografía siempre miente, que es siempre ficción, representación subjetiva y tendenciosa de una realidad parcial.
Hace apenas unas semanas, el prestigioso crítico del New York Times, Teju Cole acababa de publicar un duro análisis sobre la fotografía de McCurry, llamándola “asombrosamente aburrida”. Al analizar el último libro del fotógrafo, India (un compendio de sus fotos tomadas en ese país entre 1984 y 2014) Cole argumenta que sus imágenes se ajustan al cliché de una India intemporal (festivales Hindu, hombres en turbante, mujeres en saris, monjes, grandes barbas, largos bigotes, personas en canoas rudimentarias en paisajes dramáticos) dejando de lado la compleja realidad contemporánea que ofrece ese país. Son imágenes, dice el crítico, que buscan obtener una respuesta convencional en el espectador, imágenes disfrazadas de arte (la iluminación, la composición, los colores fuertes) que en realidad habitan el lenguaje de la publicidad. Incluso llega a compararlo con el vídeo de Coldplay, Hymn for the weekend: “Es como una versión en vivo de la visión de Steve McCurry: palomas, hombres sagrados, niños pintados, incienso. Casi nada en el vídeo se refiere a la verdadera contemporaneidad de los indios. Parecen haber sido puestos ahí como un fondo colorido para las fantasías de los visitantes occidentales” (es el mismo tipo de imágenes que tanto se ha hecho y se sigue haciendo de México).
El título del artículo de Cole, A Too-Perfect Picture (Una imagen demasiado perfecta) ha resultado ser premonitorio. Ahora sabemos que McCurry ha recurrido a la manipulación (no sabemos desde cuándo ni cuánto) para obtener sus coloridas idealizaciones de Asia.
No hay nada de malo en la manipulación fotográfica, siempre y cuando se presente como tal y no quiera hacerse pasar por otra cosa. Fotógrafos como David Lachapelle o Annie Leibovitz basan su trabajo en ella, sin engañar a nadie. El problema ético viene cuando todo tu prestigio fotográfico se basa en hacer foto documental directa y usas la manipulación a escondidas para mejorar tomas que no te salieron tan bien. A eso sólo se le puede llamar trampa.
La caída de Steve McCurry es también un golpe a los ideales y dogmas de la fotografía documental, y a la visión del mundo que las grandes revistas y agencias impusieron durante la mayor parte del siglo XX en sus audiencias. Es también una muy buena oportunidad para reflexionar sobre los mecanismos de la representación fotográfica y los dogmas y supuestos que usamos al realizar nuestro trabajo o analizar el de otros. La fotografía es un cuestionamiento permanente.